Este foro utiliza cookies
Este foro utiliza cookies para guardar tu información de inicio de sesión si estás registrado, y tu última visita si no lo estás. Las cookies son pequeños documentos de texto guardados en tu ordenador; las cookies establecidas por este foro sólo pueden ser utilizadas en este mismo sitio y no poseen riesgos de seguridad. Las cookies de este foro también llevan un registro de los temas que has leído y cuándo fue la última vez que los leíste. Los administradores NO tienen acceso a esta información, sólo TU NAVEGADOR. Por favor confirma si aceptas el establecimiento de estas cookies.

Se guardará una cookie en tu navegador sea cual sea tu elección para no tener que hacerte esta pregunta otra vez. Podrás cambiar tus ajustes sobre cookies en cualquier momento usando el link en el pie de página.
Otoño-Invierno de 221

Fecha fijada indefinidamente con la siguiente ambientación: Los ninjas de las Tres Grandes siguen luchando contra el ejército de Kurama allá donde encuentran un bastión sin conquistar. Debido a las recientes provocaciones del Nueve Colas, los shinobi y kunoichi atacan con fiereza en nombre de la victoria. Kurama y sus generales se encuentran acorralados en las Tierras Nevadas del Norte, en el País de la Tormenta. Pero el invierno está cerca e impide que cualquiera de los dos bandos avance, dejando Oonindo en una situación de guerra fría, con pequeñas operaciones aquí y allá. Las villas requieren de financiación tras la pérdida de efectivos en la guerra, y los criminales siguen actuando sobre terreno salpicado por la sangre de aliados y enemigos, por lo que los ninjas también son enviados a misiones de todo tipo por el resto del mundo, especialmente aquellos que no están preparados para enfrentarse a las terribles fuerzas del Kyuubi.
#1
La niebla era espesa aquella mañana, fría y se arremolinaba en torno a su cuerpo y en torno a sus piernas (impidiéndole ver la hierba que crujía con suavidad bajo sus pies) como una garra de hielo, poniéndole la piel de gallina pese a la gruesa capa que llevaba como abrigo. Y, sin embargo, su cuerpo aún parecía recordar cómo caminar a través de ella, recordaba cómo colocar los pies para no terminar resbalando en un suelo húmedo y casi siempre invisible y recordaba cómo respirar en aquel ambiente gélido y húmedo sin que sus bronquios se congelaran en el proceso. Después de todo, estaba de nuevo en casa.

En el País del Agua había rascacielos, como en Amegakure, pero aquellas torres no estaban formadas por metal y hormigón, ni lucían ostentosos carteles de neón que destellaban en la noche. No. Aquellos rascacielos eran pinos, y sus troncos crecían como torres en altura, extendiendo incansables sus ramas para buscar un mínimo rayo de sol que les permitiera crecer aún más y seguir compitiendo en altura con sus hermanos.

«Kokuō.»

Ayame la llamó una sola vez, pero el sonido de su voz la hizo detenerse. Desde que había abandonado el barco que la había llevado hasta allí, la muchacha no se había vuelto a dirigir a ella. Kokuō había llegado a pensar que la Jinchūriki había terminado por darse por vencida y no había ahondado más en el asunto. Simplemente, había dedicado el tiempo a disfrutar del silencio y la paz, a disfrutar del retorno a su hogar. A disfrutar de su ansiada paz. De su libertad.

Esperó durante algunos segundos más, pero la llamada no volvió a repetirse. Quizás habría sido tan fácil como ignorarla y seguir su camino, pero, por alguna extraña razón que no llegaba a comprender, Kokuō terminó por sentarse en la hierba húmeda, apoyar la espalda contra el tronco de uno de los enormes pinos que creían en aquel bosque, y cerró los ojos.



. . .



En el bosque contenido en el sello, el atardecer seguía su eterno crepúsculo. Las hojas de los árboles caducifolios, rojas y pardas, caían y bailaban en el aire, mustias, oprimidas bajo el yugo de un espacio sin tiempo, en el que el otoño nunca daba fin. Y allí, en el centro del claro y rodeado de todos aquellos árboles, se alzaba su antiguo hog... No. Su prisión. Ahora la prisión de su antigua carcelera.

Ayame yacía allí, entre los irrompibles barrotes que una vez la confinaron a ella. La jaula era tan pequeña que apenas la dejaba moverse con libertad, por lo que había terminado por resignarse a quedarse tirada como una muñeca de trapo, en una posición terriblemente incómoda. Ella no tardó en reparar en la presencia del Bijū, y alzó la cabeza con languidez hacia ella. Lejos del terror que anteriormente había expresado al verla en su forma natural, ahora trataba de esbozar algo parecido a una sonrisa, pero sólo consiguió que sus labios temblaran. Y fue en ese momento, acercándose a ella, cuando Kokuō se dio cuenta del violento cambio que había sufrido la muchacha en tan poco tiempo, desde que habían intercambiado los papeles. Su presencia allí no era más que una representación de su chakra, pero aún así era como si el deterioro hubiese sido también físico. Su largo cabello caía sobre su espalda, aplastado, sin brillo, sin rastro alguno de los graciosos rizos que algún día lo curvaron en diferentes tirabuzones. Sus ojos ahora lucían hinchados, enrojecidos, sombríos, sin un ápice de la brillante y alegre luz que había contenido sus iris. Y aquellas ojeras que se extendían por encima de sus pómulos...

Definitivamente, Ayame se estaba marchitando.

—¿Cuánto tiempo ha pasado ya? —preguntó con debilidad acumulada—. En este sitio es difícil llevar la cuenta...

—Casi un mes.

—Casi un mes... —repitió ella, con un pequeño asentimiento.

Kokuō se mantuvo en silencio. Sabía bien lo que se le pasaba por la cabeza a la kunoichi. Después de todo, era muy difícil guardar secretos cuando compartían cuerpo y mente: "¿Es que nadie se había dado cuenta aún de que había desaparecido?" "¿Cuánto más iban a tardar en hacerlo?" "¿Saldrían a buscarla?" "¿La echaría de menos alguien?"

Sin embargo, se sorprendió al descubrir que Ayame no sólo se estaba marchitando, aquellos pensamientos que una vez fueron tan incesantes como molestos, cada vez resonaban con menos energía. En aquellos instantes, no eran más que ecos, las ondas más lejanas de una piedra lanzada a la superficie del agua. Ayame se había rendido a su suerte.

Kokuō se sentó junto a la jaula, y Ayame ni siquiera reaccionó cuando una de las colas de la enorme bestia rozaron los barrotes peligrosamente.

—Kokuō, cuéntame tu historia.

—¿Cómo dice? —preguntó, confundida ante lo extraño y repentino de la petición.

—Tu historia —repitió Ayame con lentitud, alzando hacia ella una implorante mirada—. Quiero conocerla.

—Ya la conoce, señorita —replicó Kokuō, con un resoplido que hizo ondear el cabello y las desgastadas ropas de Ayame.

Pero ella negó con la cabeza.

—Conozco la versión humana. Quiero conocer la versión bijū.

Kokuō la miró largamente. Iris aguamarina contra iris castaños. Nunca ningún humano le había pedido algo así, y durante un instante barajó la posibilidad de que Ayame le estuviera tomando el pelo. Pero ella no bromeaba. Veía la seriedad en su rostro. Y la conocía lo suficientemente bien como para saber que a aquella chiquilla no se le daba nada bien mentir.

Parecía que aún no había perdido aquella curiosidad que en tantos problemas le había metido.

—Los bijū nacimos creados por el que ustedes conocen con el nombre del Sabio de los Seis Caminos: Rikudō Sennin.

—Es él a quien te diriges como Padre, ¿no? —preguntó Ayame.

Y Kokuō asintió quedamente.

—Aunque nos creó en su lecho de muerte, los nueve supimos ver que él era un hombre de paz. Nos dividió desde el chakra del Jūbi y nos creó, precisamente, para proteger el mundo de él —respondió Kokuō, con absoluto fervor. Y Ayame supo ver hasta dónde llegaba el amor de Kokuō hacia aquel hombre, hacia su "padre"—. Fue el único ser humano en el que se podía confiar de verdad. Y no era sólo nuestro padre, sino el de todos los ninjas que existen ahora. Pero ustedes han olvidado eso ya. Hace mucho que han olvidado lo mucho que hizo Rikudō Sennin por todos ustedes —añadió, y la rabia empapó su voz de repente—. Y después de su muerte, sólo hubo problemas. El legado de Rikudō Sennin se convirtió en meras cenizas.

»Padre conocía la verdadera naturaleza de los seres humanos. Conocía su ambición y sus ansias de poder, y por eso nos encerró a los nueve en vasijas contenedoras. Quería evitar que nos encontraran y que nos utilizaran, pero todo fue inútil. Las misma cinco aldeas que Padre fundó entraron en guerra, una y otra vez. Y en algún momento de la historia, uno de sus líderes encontró a uno de mis hermanos. A aquel le continuaron los demás, y en algún punto yo terminé capturada por la que anteriormente se conocía como Kirigakure, la Aldea Oculta entre la Niebla.


Kokuō calló durante unos instantes, pero tenía los ojos entrecerrados y todos los músculos del cuerpo en tensión, cargada con la rabia que estaba sufriendo.

—Ha pasado tanto tiempo... y lo sigo recordando como si hubiese ocurrido ayer —rugió, mostrando aquella hilera de dientes afilados como cuchillas—. Ocurrió tal y como Padre temió. Los seres humanos desataron nuestro poder, nos utilizaron como meras herramientas, como uno de esos kunais que empuñáis. Nos utilizaron y nos forzaron a enfrentarnos a nuestros propios hermanos. Una guerra tras otra. La codicia del ser humano no conocía límites, y los combates eran cada vez más violentos... más sanguinarios. No había reglas ni honor. No deseaban simplemente defender a los suyos. Ellos atacaban, y los demás respondían con aún más contundencia.

»Fue entonces cuando lo comprendimos: los verdaderos monstruos eran los mismos que nos señalaban de serlo. Así que nos revelamos. Rompimos nuestras cadenas y arrasamos con ellos. Reducimos a cenizas sus hogares, sus aldeas, y nos juramos que no volveríamos a permitir que nos utilizaran de aquella manera para sus propios intereses nunca más.


Kokuō miró de reojo a Ayame, que había cerrado los párpados con gesto de dolor. Sabía que lo estaba imaginando. Estaba viendo en su mente una representación de las aldeas completamente destruidas, el caos, los edificios derrumbados, el humo, el fuego, los gritos, los sollozos, el terror... las víctimas. Y Kokuō supo que jamás podrían llegar a comprenderse. Ella no dejaba de ser una simple humana, y ella, aunque encerrada en aquel cuerpo, seguía siendo un Bijū.

—Lo que pasó después ya lo sabe: los tres primeros líderes de las tres nuevas aldeas shinobi nos reunieron en el Valle del Fin y fue allí donde nos aniquilaron —continuó su relato, y entonces soltó una risilla despectiva—. Sin embargo, con lo que no contaban era con el hecho de que nosotros, al contrario que ustedes, somos inmortales. Podemos morir, pero nuestro chakra, tarde o temprano, terminará reuniéndose de nuevo en otro lugar, reviviéndonos de nuevo.

»Por azar del destino, yo fui la primera en hacerlo, en el País de la Tormenta. No estaba dispuesta a dejar que me utilizaran de nuevo como ya hicieron en el pasado, así que fui yo la que tomó la iniciativa y corté por lo sano antes de que fuera demasiado tarde: destruí aquella ciudad que ahora llamáis "La Ciudad Fantasma". Aunque no sirvió de mucho
—añadió, de nuevo entre dientes—. Volvieron a capturarme, en aquel sitio que ahora gloriosamente llamáis "El Cementerio del Gobi". Y después acabé sellada en su interior. Esa es mi historia, señorita.

Silencio. Ayame no respondió de inmediato. Seguía con los ojos firmemente cerrados y el gesto contraído. Y Kokuō rio entre dientes.

—Están convencidos de que no existen otras criaturas con raciocinio. Que no existe una especie superior a la especie humana, porque son el escalafón en la escala evolutiva, ¿no es así? Para ustedes sólo somos monstruos sanguinarios que pueblan vuestras pesadillas por las noches. Pues déjeme revelarle algo, señorita: no sabéis cuán equivocados estáis.

Y entonces Ayame reaccionó. Dejó escapar un largo y tendido suspiro y alzó la cabeza, apoyándola entre los barrotes y perdiendo la mirada en algún punto del cielo.

—Lo entiendo —respondió, y Kokuō volvió la cabeza hacia ella como un resorte, incapaz de creer lo que estaba escuchando.

—¿Bromeáis? ¡Os acabo de contar cómo exterminé a miles de los vuestros! ¡Niños, ancianos, ninjas o no, TODOS murieron bajo nuestro poder! ¿Y usted dice que lo entiende? ¿Ha terminado de perder el juicio?

Ayame apretó las mandíbulas y su corazón se estremeció de dolor al pensar en su padre. En el cuento que le contó cuando era una niña. "¡Monstruos malos fuera! ¡Bieeeen!", había vitoreado ella en aquel entonces.

—No puedo compartir lo que hicisteis, pero comprendo por qué ocurrió. Yo no sé qué habría hecho en vuestro lugar —concluyó, encogiéndose de hombros.

Kokuō alzó la cabeza, observándola con recelo.

—Vuestra astucia no conoce límites. Me está diciendo esto para que me apiade y la deje libre, ¿no es así?

Y Ayame dejó escapar una risilla cargada de tristeza y frustración acumuladas.

—¿Para qué? Estoy en la otra punta del mundo, no tengo manera de volver a casa o mandar un mensaje antes de que me vuelvas a encerrar aquí —replicó, con un doloroso nudo en la base de la garganta.

«Además, no parece que me estén echando mucho de menos. Quizás en el fondo todos ellos pensaban igual que Datsue.» Aquellos oscuros pensamientos se arremolinaban con cada vez mayor fuerza en su mente. No lo había olvidado, no podía olvidar algo así: el deseo ajeno de que se quedara allí encerrada durante el resto de su vida era más doloroso que cien puñales en la espalda. Aún viniendo de tu peor enemigo.

—Podrías haber hablado conmigo sobre esto mucho antes —añadió Ayame.

—¡JA! ¡¿Hablar de esto con una humana?! Suficiente me he rebajado hablando con usted ahora, señorita.

—Yo no soy como esos humanos que has ido conociendo, Kokuō, y llevamos juntas quince largos años para que ya me vayas conociendo —respondió ella, tan seria como cuando le había pedido que le relatara su historia—. Sabes bien que yo nunca pedí ser Jinchūriki...

—Nadie lo pide nunca, señorita —señaló el bijū, interrumpiéndola de golpe—. Pero son como las bestias, una vez prueban nuestro poder se vuelven adictos a él. Quieren más. Y en algún momento dejan de pedirlo. Lo toman por la fuerza. Nos lo arrebatan. Por eso terminamos encerrados en ustedes.

—Y también sabes bien que nunca te he pedido tu poder. Nunca he deseado usarlo y siempre me he negado ante la posibilidad de que te utilizaran como un arma y se repitiera la historia del pasado. Las veces que he perdido el control ha sido por mi propia debilidad, porque me dejé llevar por sentimientos negativos. Y, siendo sinceros, tú tampoco me lo ponías muy fácil —admitió la muchacha, con los ojos inundados de lágrimas—. Pero si hubieras hablado conmigo antes, podríamos haber llegado a comprendernos la una a la otra. No podía concederte la libertad, pero al menos me habría asegurado de que no te sintieras tan sola como...

—Como usted lo está ahora —completó Kokuō, con malicia—. Oh, ahora lo entiende bien. Ahora conoce lo que es estar recluida del mundo, señorita.

Ella apretó los labios, a punto de echarse a llorar de nuevo, y Kokuō se reincorporó sobre sus cuatro patas, dispuesta a abandonar el lugar con sus cinco colas ondeando por detrás de su cuerpo. Sin embargo, una fuerza extraña la retuvo a mitad de camino. El bijū volvió la cabeza para mirar una última vez a aquella deteriorada Ayame. La única humana que se había dignado a hablar con ella de igual a igual. La única humana que no parecía ansiar su poder sobre todas las cosas.

«Llegará el día que tengáis que unir fuerzas con compañeros humanos que prueben ser dignos para enfrentar un mal mayor»

¿Y si las palabras de Padre se estuviesen refiriendo a aquella humana? ¿Y si el mal mayor se refería precisamente a la amenaza del Reino de Kurama? Kokuō sacudió la cabeza, alejando aquellas ilusiones de su mente. Todo aquello había ocurrido por la situación en la que se encontraba, de seguir en Amegakure, para Ayame seguiría siendo aquel feroz y sanguinario monstruo. Y además, fuera verdad o ilusión, Kokuō no estaba dispuesta a abandonar su remanso de paz recién adquirido. Ahora tenía la libertad, tenía la paz. Y no pensaba abandonarla para meterse en guerras que ni siquiera eran de su incumbencia. Tendrían que ser sus hermanos, por ahora sólo Shukaku y Chōmei, los que decidieran, como ella había hecho.

Sólo le quedaba regresar al lugar donde había surgido por primera vez.
[Imagen: kQqd7V9.png]
Sprite por Karvistico.


—Habitación de Ayame: Link

No respondo dudas por MP.
Responder



This forum uses Lukasz Tkacz MyBB addons.